Tras el sobresalto
del apagón, se hace evidente nuestra profunda dependencia de la electricidad,
convertida en un bien esencial en la vida cotidiana. Aquellos que vivimos en
los años sesenta del siglo pasado, cuando la electricidad era un bien escaso en
los hogares, no sentíamos su falta, sencillamente porque no existían los
dispositivos que hoy dependen de ella.
En la actualidad,
su carácter imprescindible es innegable. La ausencia de electricidad puede
sumir a un país en el caos, como vivieron miles de personas el pasado lunes,
especialmente en las grandes ciudades. Se encontraron incomunicadas, sin acceso
a medios de transporte y atrapadas en trenes y ascensores, experimentando una
sensación de total desamparo.
Mientras tanto, la
clase política, en una dinámica ya habitual, intenta obtener rédito de esta
crisis. Gobierno y oposición se enzarzan en reproches mutuos, recordando
episodios pasados como la DANA valenciana. Resulta desalentador constatar que
desde hace años contamos con una clase política que, en general, no está a la
altura de las circunstancias. Afortunadamente, la situación no ha degenerado en
disturbios, quizás por la actual orientación política del gobierno.
Personalmente,
considero que la energía fotovoltaica representa una solución prometedora. Con
una gestión eficiente, podríamos alcanzar una dependencia total de esta fuente
renovable en pocos años, aprovechando el vasto potencial de las numerosas naves
industriales y viviendas unifamiliares que ofrecen sus tejados a la luz solar.
Por otro lado, mi oposición al cierre prematuro de las centrales nucleares hasta que logremos una
autonomía energética completa a través de fuentes renovables.